| SOBRE BELLAQUERÍAS, INJURIAS Y DIATRIBAS 
 
						Por Lucas Ospina 
						Villalba 
						“El Verbo Encarnado, nunca 
						ha reído. 
						 
						Cobo es un lector temerario, 
						usa técnicas como el anacronismo deliberado y las 
						atribuciones erróneas para agitar la calma chicha de la 
						pecera literaria, sus intervenciones distorsionan el 
						canto solemne y mediático de esas dos sirenas llamadas 
						Historia y Cultura. Resultó que la crítica, que se les 
						da tan bien a los artistas, tiene límites: cuando se 
						trata de ellos mismos; muchos ven como algo inmoral y 
						reprobable que un artista como Cobo se parrandee la 
						inmunidad gremial y use literatos y obras literarias 
						ajenas como materia prima para hacer lo propio: 
						criticar. 
						Algo se ha discutido sobre las 
						polémicas literarias despertadas por el obrar crítico de 
						Cobo. Una de las más recordadas tuvo lugar en la
						
						radio[1] en una larga 
						discusión moderada por Alberto Casas Santamaría, Julito 
						y Félix, los tres chiflados de la emisora La W. El 
						diálogo comenzó por enfrentar a los directores de las 
						revistas que en Colombia se pelean la pauta cultural. 
						Marianne Ponsford, directora 
						de Arcadia, fue interpelada por Mario Jursich, director 
						de El Malpensante, que libreto en mano, recitó partes de 
						su texto “De 
						las proporciones”[2], 
						publicado a tres páginas en su revista como respuesta a 
						un texto sobre Cobo impreso a doble página en
						
						Arcadia.[3] 
						Cuando la discusión tomó otros rumbos, Jursich 
						improvisó, trastabilló un poco, hizo el intento de no 
						salirse del libreto y repitió argumentos irrefutables en 
						términos éticos pero, ante la sátira, poco convincentes; 
						porque en las parrafadas de Cobo queda expuesta una 
						comedia humana que se nutre de la imagen del intelectual 
						y su relación, a veces patética, con el poder; en sus 
						libelos Cobo no hace crítica literaria convencional, lo 
						suyo no concede, es crítica cínica (si se quiere), 
						caricatura (si es preciso), algo que naturalmente es 
						despreciado por cualquiera que tenga ínfulas de 
						institución, quiera perpetuarse, cuide su “imagen 
						institucional” y, sobre todo, no sepa reír. Tal vez por 
						eso, cuando el comentarista de radio apodado Julito le 
						pasó el micrófono a Piedad Bonnet, las réplicas de la 
						literata fueron un eco opaco de lo dicho por Jursich, un 
						sonsonete gremial que incluso amenazó con demandas por 
						calumnia, un quejido lacónico que la risa de la sátira 
						opacó. "Hacer objeciones a la sátira es lo mismo que 
						enfrentar los valores de la leña a la infalibilidad del 
						fuego", decía el escritor Karl Kraus. 
						Pero en esta discusión verbal 
						hay un aspecto que no se ha tenido en cuenta: la imagen. 
						Cobo acompaña el envío de sus diatribas, que distribuye 
						a través de una amplia lista de correo electrónico, con 
						imágenes de los intelectuales que cuestiona, a veces les 
						suma uno que otro texto, pero rara vez interviene la 
						pose o la situación en “Photoshop”. ¿Y de dónde salen 
						estas fotos? Son imágenes que los mismos parodiados 
						entregan a los medios en actos públicos, premiaciones y 
						cócteles o incluso abriendo las puertas de su propia 
						intimidad. Y claro, como narcisos paranoicos se han 
						escandalizado ante su propio reflejo, niegan la sátira y 
						lanzan la discusión al terreno ético, a la motivaciones 
						malsanas y delirios confabulatorios de un supuesto 
						fracasado y perdedor, a sus defectos de redacción y un 
						soso etcétera… Pero las imágenes siguen ahí, son una 
						“autosátira” involuntaria donde el verbo sobra; el 
						caricaturizado que pretende negarle al caricaturista el 
						derecho que le asiste de usar caras, gestos y anécdotas, 
						se convierte inevitablemente en una caricatura más, el 
						criticado que invoca la falta de elegancia en la crítica 
						no se da cuenta de que su queja lastimera es lo menos 
						elegante de toda la situación. “A menudo uno se ríe leyendo estos improperios porque la maledicencia, cuando cae en la cabeza de otro, da siempre risa; es cuando cae en la de uno que duele”, decía Jursich en De las proporciones, un artículo suyo en El Malpensante. Y la desproporción consistía en que Cobo mandó un correo con un poema de Jursich, editada la primera línea y la puntuación, y no varió mucho lo que decía pero los puntillosos retoques del satirista hicieron pasar al editor de cazador a cazado. Pero el correo no llegaba solo, se abría con una imagen: “Retrato de una pareja de editores”,[4] una pose hogareña que acompañaba un texto de Héctor Abad, publicado en El Espectador, donde “Mario” y “Pilar” cuentan cómo se conocieron y despachan frases bienpensantes sobre el arte de editar. 
 
						“La vida, la mísera vida, 
						verosímil y sin interés, reproduce las maravillas del 
						arte” dice Oscar Wilde en “La decadencia de la mentira”. 
						Cobo con sus narraciones ilustradas da un aire de arte a 
						los penosos malabares de la vida social de los 
						intelectuales y su sátira quizá no la motiva el odio, al 
						contrario, podría ser más un acto de amor sin compasión 
						hacia sus personajes. Es posible que a Cobo nunca se le 
						reconozca un lugar como poeta en la historia nacional, 
						dirán que su escasa fortuna lírica se dilapidó en la 
						impostura, falsificación y burla de sus contemporáneos, 
						cosa que nunca practicaron genios como Cervantes, 
						Borges, Dante, Joyce, Conrado Nalé Roxlo o Gilbert Keith 
						Chesterton; tal vez solo merezca ser parte de un breve 
						pie de cita que nombre a todos aquellos que como él 
						fatigaron la infamia: Vargas Vila, Barba Jacob, Fernando 
						Vallejo, Álvarez Gardeazábal, Ignacio Escobar Urdaneta 
						de Brigard, Errico Malatesta… 
						“La vida, la mísera vida, 
						verosímil y sin interés, reproduce las maravillas del 
						arte” dice Oscar Wilde en “La decadencia de la mentira”, 
						Cobo con sus narraciones ilustradas le da un aire de 
						arte a los penosos malabares de la vida social de los 
						intelectuales y su sátira quizá no la motiva el odio, al 
						contrario, podría ser más un acto de amor sin compasión 
						hacia sus personajes. 
						Algunos de estos agentes 
						sicóticos quizá sufran de “literatosis”, un mal definido 
						por Juan Carlos Onetti como “enfermedad en la que caen 
						siempre los aspirantes a escritores y los emocionados 
						artistas jóvenes de pueblo… es como convertir la 
						literatura en nuestra propia religión, en nuestro 
						absolutismo y martirio, tendiendo a preferir en nuestras 
						lecturas a escritores ‘más obviamente literarios’, y 
						convirtiendo este oficio en un destino propio” Pero la 
						edad y el recorrido de Cobo indican algo más severo, un 
						mal como el sufrido por Enrique Vila-Matas que dedicó 
						todo un libro a su insania: “he escrito sobre alguien 
						que está obsesionado por la literatura, sobre alguien 
						que está enfermo de los libros, como el Quijote. Sin 
						duda he escrito sobre este mal (el de Montano, así lo 
						llamo yo) para intentar quitarme de encima mi obsesión 
						exagerada por los libros”. Vila-Matas muestra cómo ese 
						mal pensante abisma al paciente en la literatura, lo 
						aleja de lo real: “la literatura nos permite comprender 
						la vida, nos habla de lo que puede ser pero también de 
						lo que pudo haber sido. No hay nada a veces más alejado 
						de la realidad que la literatura, que nos está 
						recordando a todo momento que la vida es así y el mundo 
						ha sido organizado asá, pero podría ser de otra forma. 
						No hay nada más subversivo que ella, que se ocupa de 
						devolvernos a la verdadera vida al exponer lo que la 
						vida real y la Historia sofocan.” 
						El diagnóstico de Cobo nunca 
						fue reservado: su gula literaria lo llevó a la muerte 
						literaria y mientras eso sucedía los miembros activos de 
						la beatería intelectual soportaron con zozobra los 
						embates de la prolija bellaquería de este insigne 
						caballero de la injuria. Luego, murió en lo físico, 
						asesinado por orden de un jefe paramilitar apodado El 
						pájaro que quiso apoderarse de la finca en que Cobo 
						vivía en un pueblito cundinamarqués. El Caballero de la 
						Injuria se había retirado a estas sendas bucólicas hacía 
						pocos años, pero no en búsqueda de paz interior sino 
						porque aquí podía oír mejor el sirirí de los pájaros que 
						le servían de diapasón para escribir algunas de sus 
						últimas diatribas contra las élites cosmopolitas que 
						imaginaba apoltronadas a unos pocos cientos de 
						kilómetros de distancia. 
						Lo que sigue es un conjunto de 
						sus mejores textos, y que no cunda el pánico, las 
						víctimas que deja este libro no deben temer a la verdad, 
						Cobo nunca pretendió seguir ese camino: lo único que él 
						siempre dijo fue media verdad o verdad y media. 
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 La 
						polémica sobre la autoría de unos versos de Jorge Luis 
						Borges enfrentó a dos autores: uno, un poeta, Umberto 
						Cobo, afirma que los poemas son apócrifos y se proclama 
						autor de la parodia literaria, y el otro, Hector Abad, 
						un prosista, señala que los poemas son de Borges y 
						publicó en un periódico local el copioso fruto de sus 
						juiciosas averiguaciones; tras de lo cual, orgulloso por 
						la tarea cumplida, añadió: “en el momento en que los 
						sonetos sean reconocidos como auténticos de Borges, 
						estos pasarán a formar parte, por supuesto, del 
						patrimonio de la señora Kodama, de la literatura 
						argentina, y de la humanidad.”
La 
						polémica sobre la autoría de unos versos de Jorge Luis 
						Borges enfrentó a dos autores: uno, un poeta, Umberto 
						Cobo, afirma que los poemas son apócrifos y se proclama 
						autor de la parodia literaria, y el otro, Hector Abad, 
						un prosista, señala que los poemas son de Borges y 
						publicó en un periódico local el copioso fruto de sus 
						juiciosas averiguaciones; tras de lo cual, orgulloso por 
						la tarea cumplida, añadió: “en el momento en que los 
						sonetos sean reconocidos como auténticos de Borges, 
						estos pasarán a formar parte, por supuesto, del 
						patrimonio de la señora Kodama, de la literatura 
						argentina, y de la humanidad.”